jueves, 27 de junio de 2013

GRAN ÉXITO EN EL TERCER RECITAL DE POESÍA...

Desde esta entrada, quiero dar un fuerte aplauso a aquellos que habéis habitado durante tres años este PAÍS DE LA POESÍA, decorándolo con vuestros textos, con vuestras voces y con vuestras sonrisas. Muchas gracias, poetas. Y muchas gracias también a todos los asistentes al recital del pasado miércoles... El próximo año será aún  mejor.
 
FELIZ VERANO A TODOS

miércoles, 19 de junio de 2013

SUEÑO CUMPLIDO


Llegó el día,
el día en que cumpliría uno de mis mayores sueños.
Recuerdo cada detalle perfectamente.
Me encontraba entre miles de personas,
mis piernas temblaban a más no poder
y mi sonrisa no se desvanecía.
Miles de personas se encontraban ansiosas,
en ese momento,
yo era una de ellas.
Gritábamos su nombre
al son de nuestras palmadas,
cantábamos canciones,
llorábamos,
y eso aún si notar su presencia.
Comenzaba a llegar el momento
y mis ojos comenzaron a cristalizarse.
Solo al ver personas como yo llorando,
no paraba de pensar,
"¿Cómo hacía esto?, ¿cómo lo hacía tanto?".
Me encontraba a unos pocos metros
y eso hacía que mi cuerpo temblara
como nunca lo había hecho.
Llegó el momento,
me coloqué a su lado,
le dí una pequeña carta que escribí con mucho cariño
y fui a abrazarlo.
Mis ojos rompieron a llorar,
no quería soltarlo,
fue la decisión más difícil de mi vida
dejarlo allí parado.
Mucha gente me dijo que no podría
cumplir mis sueños haciendo que me entristeciera,
pero eso me hizo más fuerte,
luché todo por ello,
por un sueño que siempre debió cumplirse.

Sara Figueras Peinado

lunes, 17 de junio de 2013

MEMORIAS DE GUERRA



    Camdem, 19 de agosto de 1939

Padre trabajaba en el campo mientras que madre fue a comprar alimento para el almuerzo. La abuela siempre me acompañaba en casa hasta que ellos volviesen. Hoy me levanté temprano para alimentar a los cerdos, tarea que hacía la abuela pero que a mí me encantaba. Cuando volvió madre, la abuela y yo le ayudamos a preparar el almuerzo. Padre vino muy nervioso e inquieto, pero no quería contar qué le pasaba. Recogí el cuenco de madera donde me serví la sopa y subí a mi habitación para leer algunos libros de historia que traía el abuelo antes de morir. “Bigotes”, la pequeña cría de gato que padre recogió en el campo, no paraba de pedirme que le diese de comer, pero el alimento no sobraba. El sueldo de padre no llegaba para comprar un barra de pan junto a dos garrafas de leche y casi siempre comíamos sopa que madre guardaba para el mes entero.

Decidí ir aunque fuese un poco de leche para “Bigotes”, ya que hacía varios días que se alimentaba a base de agua. Aparté un poco de leche en un pequeño tazón y me dirigí de nuevo a la habitación. Pasé por el pasillo. Madre y padre discutían y decidí echar un vistazo por el pequeño hueco que quedaba para cerrar la puerta completamente.

-Pero Margaret, ¿qué haremos con nuestra hija? - preguntó furioso padre.

-James, no lo sé – contestó madre, la cual estaba sentada en una pequeña silla con sus manos cubriéndose la cara.

-¡Margaret! ¿Qué haremos? - gritó padre – La guerra está a punto de empezar.

Esas últimas palabras retumbaron en mi cabeza como si una bomba explotase dentro de ella. Seguidamente, un escalofrío recorrió todo mi cuerpo.

-¿La guerra? - pregunté temblando mientras abría la puerta dejando que mis padres me vieran.

-Cariño. – se levantó mi madre y me abrazó fuertemente – No pasará nada. Vamos a estar todos juntos. - se separó de mí y me acarició las mejillas - ¿De acuerdo? No va a pasar nada – me abrazó nuevamente.

 

                                             

                                          Camdem, 25 de agosto de 1939

Comenzamos a recoger nuestras pertenencias. Nos tendríamos que mudar a una base naval en Franca a causa de la guerra. Papá pudo conseguir un poco de dinero para comprar los billetes de tren. La abuela no se podía venir con nosotros a causa de que su prima, con la que vivía, enfermó gravemente y tendría que ocuparse de ella. Me dolió mucho tener que despedirme de la abuela, porque podía ser que no la volviera a ver más.

                                                                                                     

      París, 29 de agosto de 1939

Estábamos en camino hacia la base naval de Francia. Nos encontrábamos en París y teníamos que ir hasta Toulon antes del día 1 de septiembre, el día en el que se declararía la guerra. Acompañé a madre a comprar algunos suministros para la base mientras que padre compraba los billetes de tren. El tren estaba al completo. En él se encontraban niños pequeños juntos a sus padres, los cuales parecían muy preocupados. ¿Cómo no estarlo? A mi lado se encontraba una niña pequeña jugando con su muñeca de trapo.

-Hola, soy Anne – me presenté y esbocé una gran sonrisa.

La niña me miró y seguidamente dirigió nuevamente su mirada hacia su muñeca.

-¿Cómo te llamas? - le pregunté.

La chica me miró atentamente y contestó:

-Amelia, me llamo Amelia. – sonrió - ¿Cuántos años tienes? - preguntó la niña curiosa.

-¿Yo? Tengo trece años recién acabados de cumplir hace pocas semanas. – sonreí - ¿Y tú?

-Yo tengo ocho años. Pareces más pequeña, no aparentas tener trece años. – rio - ¿Vas a la base naval de Toulon?

-Sí. ¿Tú también irás?

-Sí, pero madre y yo tenemos que ir a Versalles, ya que mi hermana trabaja allí en una pequeña panadería y tiene que ir con nosotras a Toulon.

Amelia, junto a su madre, bajó en una estación cercana a Versalles, pero a nosotros aún nos quedaba un día y medio de trayecto.

 

                                                                                          Toulon, 31 de agosto de 1939

Finalmente llegamos a Toulon. Padre consiguió que nos llevasen cerca de la base. Muchas familias se dirigían a la base. Aún quedaban dos kilómetros hasta llegar a ella.

Junto a mi pequeño y pesado equipaje conseguí recorrer un kilómetro aproximadamente, pero no podía más. Estaba cansada: dos días durmiendo en un incómodo asiento del tren me destrozaron los huesos literalmente. Muchas familias decidieron seguir su camino, pero otras decidieron descansar un poco, ya que se encontraban en la misma situación que yo. Descansamos alrededor de veinte minutos o eso es lo que conté fijándome en el reloj de padre. Me levanté de una gran piedra donde decidí sentarme con cuidado de no resbalarme con el barro que se encontraba alrededor de ella. Me dirigí a coger mi equipaje, pero alguien lo cogió antes que yo.

-No te preocupes, ya la llevo yo – dijo un chico.

Su cabello era como la miel y sus ojos verdes hipnotizaban a cualquier ser humano que lo mirase.

-No, no hace falta – dije el chico.

-Sí, he visto que tienes la espalda molida. No quiero que nadie se haga daño – sonrió.

-Gracias... – dije dudosa, ya que no sabía su nombre.

-Oliver – me interrumpió.

-Gracias, Oliver. – sonreí – Soy  Anne.

Por el camino, Oliver me contó que venía de Birch Vale y que tenía catorce años, es decir, era un año mayor que yo. También me dijo que se dirigía a la base junto a su hermano. Finalmente, llegamos. Me despedí de Oliver, aunque nos viéramos constantemente. Nos asignaron una pequeña habitación que compartiríamos con otra familia. Nos presentamos a la familia Morrison, la familia con la que compartiríamos la habitación. Parecían amigables desde mi punto de vista.

 

                                                                              Toulon, 1 de septiembre de 1939

Hoy todas las familias nos reuniríamos en el comedor de la base para escuchar, por medio de una radio que traía una de ellas, la mala noticia de que la II Guerra Mundial comenzaba.

Madre dijo que me vistiese con un vestido blanco que ella misma me tejió para el día de mi cumpleaños. Todas las familias nos encontrábamos en el comedor. Estaba casi al completo, pero pudimos acercarnos a la mesa donde estaba colocada la radio. Madre me contaba anécdotas suyas de cuando era pequeña, solo para romper el hielo que dejó la mala noticia. Entonces escuché a alguien que pronunciaba mi nombre. Me giré y pude ver a Oliver haciéndose paso entre la gente hasta llegar donde me encontraba.

-Hola, Oliver – sonreí.

-Hola – sonrió el chico.

-¡Callaos, callaos! - gritaba un hombre, atento a lo que decía el locutor de la radio y haciendo que el comedor quedase en un completo silencio.

Me centré en mis pensamientos. Me formulaba muchísimas veces la misma pregunta: ¿Qué sería de mi familia? Reaccioné de inmediato cuando noté que alguien entrelazaba sus dedos con los míos. Era Oliver. Alcé mi mirada hacía él y me sonrió. El locutor relataba algunos acontecimientos que habían ocurrido a lo largo del día.

-Tenemos que comunicar que, en las bases, solo podrán estar los niños y las niñas menores de dieciocho años. Sus padres abandonarán las bases para que muchos niños puedan estar refugiados. Tenemos que luchar todos juntos. La guerra ha comenzado.

Ante lo que dijo el locutor, mis ojos comenzaban a nublarse, caí al suelo sin conocimiento y se congeló todo mi cuerpo. Mi color pasó a ser tan blanco como la nieve. Madre me socorrió junto a otras mujeres que se encontraban a mi alrededor, mientras que padre seguía atendiendo a la radio con sus ojos cristalizados. No era capaz de pronunciar ni una sola palabra. Un nudo en la garganta me oscurecía la posibilidad. Madre lloraba a mi lado diciendo que no pasaría nada, que estarían seguros. Recobré mi estado normal finalmente. Madre y padre ya tenían preparado su equipaje para marchar. Las lágrimas conquistaban mis mejillas, haciendo que madre llorara al verme así y a padre se le escapasen algunas lágrimas. No podía oponerme a que mis padres se fueran, pero me dijeron  que estarían a salvo y que iban a volver. ¿Estarían seguros?

 

                                                                                    Toulon, 9 de agosto de 1943

La guerra aún seguía. Todo aquí era muy agobiante. No podías salir, a menos que cumplieras los dieciocho años y te unieses a la batalla. Me faltaban días para cumplir la edad necesaria y salir de este manicomio a buscar a padre y a madre.  Madre y padre no volvieron, pero tenía esperanzas de que iban a volver. Oliver y yo nos volvimos mejores amigos, aunque sentía mariposas en el estómago al verle, mientras que Amelia era mi mejor amiga. La señora Lauren, la enfermera, me entretenía todo el día y siempre conseguía que le ayudase en la enfermería. Estaba en mi habitación leyendo un libro cuando el director de la base llamó a la puerta. Tenía un mensaje para mí. Antes de entrar en el despacho del director, vi a Oliver y a Amelia corriendo hacia mí. Me dieron un fuerte abrazo acompañado de un “Lo siento”, cosa que me extrañaba. El director me ofreció el sillón que tenía en su despacho, me senté y comenzó a hablar.

-Señorita Anne. Usted pronto cumplirá la edad necesaria para salir de aquí.

-Sí, pronto, dentro de unos días.

-Tendrá que marcharse de aquí e ir a su antiguo pueblo a vivir con familiares próximos a usted.

-Iré en busca de mis padres. Les prometí que iría en busca de ellos si antes no habían venido a la base, al cumplir yo los dieciocho.

-Ya no puede.

-¿Por qué? - pregunté preocupada.

-Tengo que darle la mala noticia. -hizo una pausa - Sus padres han muerto.


Sara Figueras Peinado

viernes, 14 de junio de 2013

STEVEN



Se llamaba Steven. Steven Conrad. Fue un chico que arrastraba tras él un futuro tan infame, que el destino solo nos lo destinaba a unos pocos. Steven jugaba con la delgada línea de la vida a su gusto, moldeaba con sus manos las vidas de inocentes como si de arcilla se tratase y, lo que más marca dejó; arrastró sin saberlo ni quererlo a decenas de almas a la tumba. Steven no era un asesino; era el mismo diablo.
 
 
 
Nuestras clases no eran teóricas, eran más bien... métodos de integración en la sociedad del siglo veinte. Al principio parecían ser la clave de la convivencia mixta entre criaturas del día y de la noche, pero, cuando una llevaba el tiempo suficiente para saber que aquello nunca sería, aquellas clases perdían el poco sentido que realmente tenían.
 
Una mañana, es decir, una noche, mientras que Jorda intentaba quemar la mano de la fría Mabery y el señor Amadeo intentaba explicar por décima noche consecutiva cómo controlar posibles furias ante rechazos sociales, tres sonoros golpes silenciaron la clase. La puerta se abrió y aquel chico que había llamado mi atención casi de forma desmesurada apareció.
 
Era de los nuestros.
 
Los días continuaron con su rumbo. Steven parecía confuso, perdido y retraído. Parecía sólo un inocente niño que habían arrebatado de brazos de su madre.  Transmitía debilidad. Pero solo porque aún no sabía lo que aquella capacidad creada en el mismo infierno podía hacer; ni lo que aquellos ojos podían desquebrajar. En aquellos días yo no supe cuán dañino podía ser, pero de una forma no querida y deseada al mismo tiempo, me acerqué a él, rocé su cálido cuerpo e, inmediatamente, supe lo que su futuro deparaba. Vi sufrimiento, dolor, llantos, gritos y muertes. Y no me equivocaba.

(...)

Como yo temí, me corrijo, como todos nos temimos, el día del incidente que marcó un antes y un después en la historia del internado y en la vida de Steven llegó. Llegó cuando una fría noche de diciembre, Steven decidió saltarse las clases y el toque de queda para hacer una pequeña visita a varias alumnas del horario matinal que, según él, le habían despedido con cierta aflicción. Uno de mis poderes era poder acceder a los pensamientos recientes. Comparado con las cualidades de mis compañeros no era nada. Pero sigamos con Steven. El poder penetrar en determinadas mentes supone un privilegio para unos y una maldición para otros. En mi caso era más bien lo segundo. Aunque la escapada de Steven no debería haberme importado, me importó.
 
 
A pesar de que durante largas horas lo único que hice fue limpiar y ordenar viejos libros de polvorientos estantes de la sala común para mantener la mente ocupada, aquellos malos presagios me acompañaron durante toda la noche. Y aumentaron. Aumentaron cuando, al alba, Steven entró en nuestra residencia rápidamente, agitado y dando leves temblores.

-Eh – me apresuré a decir antes de que continuara con su apresurado paso- Está amaneciendo y seguías fuera. – hice una ligera pausa - ¿Estás bien?
 
Steven se detuvo. Sus hipnotizantes ojos azules se clavaron en los libros que, aún polvorientos, sostenía sobre mi regazo. Vaciló durante unos instantes y sonrió. Aquella sonrisa que perfectamente sigo recordando transmitía malicia. Levantó la mirada y contestó manteniendo aún aquella sonrisa dibujada en sus labios.

-Estoy bien. Gracias por preocuparte. – Un silencio incómodo inundó la sala durante unos segundos. -¿Necesita ayuda, señorita?
 
Eché una mirada a los libros que quedaban por ordenar, pero, cuando volví la mirada hacia Steven, ya no estaba. Esa fue la última vez que se dejó ver en los siguientes días.
 
Durante el toque de queda de la mañana, nos anunciaron que las clases de esa misma noche habían sido canceladas. Todo el profesorado del Cónifer Boarding School había recibido la orden de mantener con calma a los estudiantes del edificio mayor, mientras el director Didier, acompañado del equipo directivo, iban a la ciudad para informar a unas familias sobre un suceso. ¿Qué suceso? Nadie de la residencia lo sabía. Anduve preguntando, pero nadie tenía una respuesta sólida para darme. Ninguno puede salir durante el día y, en ese subterráneo lugar, las noticias llegaban con retraso. Si es que llegaban.
 
El reloj del pasillo principal marcaba las cinco del día siguiente al anuncio de la cancelación de las clases. Todos los estudiantes nocturnos estaban en sus respectivas habitaciones. Todos menos Steven. La puerta de su habitación estaba entreabierta, pero él no se encontraba allí. Todo lo perteneciente a aquella estancia olía a vida y a muerte a la misma vez. Era extraño. Tras apoyarme en la deshecha cama para recoger un papel que asomaba por entre zapatos y un libro, noté calidez en aquellas mantas; Steven había estado allí recientemente.
 
Aguardé con los brazos cruzados, apoyada en el marco de la puerta por varias horas, pero al ver que el sol comenzaba a esconderse y que Steven seguía sin regresar, salí en su búsqueda. No sabía por qué hacía todo eso, pero desde el momento en el que perdí mi mirada en la suya, un vínculo diferente a todos los existentes me unió a él. Era un vínculo protector y defensivo. Era un inexperto, un mortal y una fuerza oculta parece que quiso que Steven tuviese a alguien que le ayudase a volar; o a alguien que le cortase las alas para negárselo.
 
(...)
 
-¡Hana! –gritó una alumna del edificio mayor que corría hacia otra chica que parecía estar leyendo con la cabeza agachada al lado de una vieja farola.- ¡Natsuki ha muerto! –Lágrimas cristalinas resbalaban por su piel pálida. -¿Hana? - La chica, al ver que la otra no respondía, tomó su barbilla para levantar su cabeza, pero antes de darle tiempo casi a reaccionar, salió corriendo emitiendo agudos gritos.
 
La curiosidad comenzó a corroerme por dentro. Coloqué bien el gorro de mi caperuza y realicé un calco de los movimientos que aquella chica anteriormente había hecho; los ojos de la joven que parecía leer habían reventado, parecían... estar llorando sangre y todas las venas de su cara estaban dilatadas. Me percaté de sus manos, las cuales estaban hinchadas y parecían haber perdido las uñas tras arañar algo con gran intensidad. Me impulsé hacia atrás con una mezcla de tentación y miedo. Los únicos causantes de algo semejante habrían sido criaturas de la noche, pero nunca habíamos visto los humanos como presa u objetivo para matar y esto nunca antes había pasado en aquel lugar. Corrí al edificio mayor. Todos los alumnos lloraban, gritaban e algunos incluso peleaban. Pero un grito destacó en aquel jaleo. Me abrí paso entre todos los estudiantes lo más rápido posible. Buscando la habitación de la que provenía, encontré a varias chicas inertes en determinadas estancias. Aquello había dejado huella por todo el edificio. Estaba sorprendida de la fuerza de eso. Pero más me sorprendí al entrar en la sala en la que estaba aquella bestia. Unos rubios cabellos relucían bajo los focos de la habitación.
 
Era él. Steven. Steven Conrad. 
 
Su dulce voz se dirigía hacia una chica que estaba sentada en una silla frente a él. Se levantó, se acercó a ella, acarició con sus suaves manos el rostro de la joven y besó delicadamente su cuello. La chica parecía estar bajo algún tipo de hechizo. Cuando quise darme cuenta, aquella chica comenzó a arañar con fuerza su cara y a dar gritos de dolor. Steven disfrutaba viendo el sufrimiento de aquella joven, retorciéndose de dolor en el suelo.
 
-Temimos que eras tú. Pero ¿por qué? ¿Por qué no puedes controlarte? ¿Cuántas van ya? ¿Diez? ¿Once?
 
-Porque mi tiempo se acaba. A diferencia de vosotros, yo muero. Mi madre era una estúpida humana. Gracias a ella, ahora tengo que cargar con el riesgo de poder perder la vida en cualquier maldito segundo. Odio los humanos. Piénsalo, -se acercó y tomó mi mano, la cuál yo quité con extrema brusquedad.- ¿no sería fantástico un mundo inmortal? Mi padre te llenaría de joyas, lujos y placeres...
 
-¿Tu padre?
 
-El mismo diablo. No me digas que no lo sabías. –Giró sobre sus talones y se dirigió hacia la joven que aún seguía sufriendo de un modo intenso. Puso su pie sobre su cuello y...- Créeme. Así sufren menos.
 
Una criatura matada por un descendiente del diablo o con cualquier lazo con éste, perdería su alma. No podía permitir que esto siguiese así. Y no lo hice. Antes de salir, como casi podía asegurar quién era el asesino, pedí ayuda a toda la clase diurna. Yo sola no podía, era solo cuestión de tiempo y...
 
-¿Me esperabas? –dijo Mabery pavoneándose.- Vengo con todos. –Miró hacia atrás y, como había planeado, éramos dieciséis contra uno. – Que empiece el juego. –Masculló. Juntó sus manos y creó una puntiaguda lanza de hielo, la cuál arrojó al estómago de Steven. La lanza le atravesó por completo. Éste se agachó, para luego levantarse ileso. -¿Qué? ¡Eres un mortal! ¡¿Te quieres morir ya?!
 
-No sabéis todo sobre mí al parecer, ¿no?
 
Atrás nuestra, Jorda, comenzó a gritar dejándose caer en el frío suelo. Steven estaba atacando al chico de fuego desorientando su cerebro, haciendo actuar dolorosamente a todos sus sentidos. Francesca se avalanzó sobre Steven e, inmediatamente, Jorda dejó de gritar.
 
-Púdrete en el infierno. –tartamudeó.
 
-Lo haré. –replicó Steven.- Pero todos ustedes lo haréis algún día también. –rió y se abrió paso entre nosotros. Jorda, lleno de furia, cogió a Steven y lo arrojó contra el suelo con una fuerza bestial, desquebrajó el aire con un grito y, de sus manos, prendieron un fuego, en el que pronto Steven comenzó a arder. Al momento, todo el jaleo del edificio mayor cesó. Lo único que se escuchaba eran alaridos agudos, acompañados por terroríficas voces de todos los registros provenientes de Steven. Sus cabellos rubios se volvieron negros como el carbón y sus ojos rojos como aquel fuego. Era la propia imagen del diablo. Tomé una silla y apreté fuertemente con una pata de ésta el cuello del joven hasta que  dejó de retorcerse.
 
-Créeme. Así sufres menos.
 
Aquel estudiante fue recordado siempre por el internado. La mayoría de los alumnos huyó. Y yo me incluyo en ellos. De esto hace cerca de tres siglos. Aún recuerdo todo perfectamente. Y lo seguiré haciendo.
 
Marí Carmen Armenteros García

miércoles, 12 de junio de 2013

EL SECRETO DE OTOÑO



Los días iban siendo más cortos y ya las noches refrescaban; el otoño se abría paso en mi ciudad. Era una capital de provincia bañada por tejados rojizos y espadañas. Mi conciencia daba comienzo entre fogones y coladas de sábanas blancas, ya que vivía en un pequeño pero acogedor hostal, regentado por mi madre, situado en el casco antiguo. Me gustaba cada rincón de él e imaginarme por qué la habitación de la puerta número cinco siempre estaba cerrada. ¿Qué historia ocultaría?... Lo descubrí con el paso del tiempo. Siempre en estas fechas, cuando llegaba del instituto y abría las grandes puertas que cerraban el hostal, podía llegarme el olor a pan recién hecho y también el de algunos dulces con los que mi madre deleitaba a los huéspedes. Como siempre me dirigí hacia la cocina, donde sé que se encontrarían entre risas mi madre y Catalina. A mi madre la recuerdo con una sonrisa, siempre ocupada en sus quehaceres. La vida no le regaló nada y tuvo que forjársela ella misma. Era de estatura mediana, con una cabellera castaña ondulada y poseedora de unos grandes ojos verdes muy abiertos que siempre parecían cansados. Y ahora que me paraba más en los ojos de mi madre, no sé a quién habré salido ya que mis ojos son oscuros. Ella ha sido y es mi ejemplo a seguir. Solía decir una frase: “Más vale que sobre a que falte”.
 
Ya presente en la cocina, le di dos besos a mi madre y luego a Catalina. Aunque Catalina no pertenecía  a mi familia, la considero como la abuela que nunca tuve. Es una de las mujeres más inteligentes, soñadoras y enamoradizas que he conocido; su vida ha estado llena de momentos y anécdotas perfectas para contar. Fue actriz y eso le facilitó el poder viajar por casi todo este mundo. A lo largo de su carrera se ganó el cariño de todos y me encanta que cada día nos cuente una de sus historias. Ya allí, las tres sentadas en la las sillas de la mesa de roble, mi madre me sirvió un té acompañado de magdalenas, mientras que ella seguía cocinando en los fogones. Catalina me comentaba cómo había sido su día y también el recibimiento de aquella rosa que un anónimo le enviaba todas las semanas, acompañada de una nota con poemas famosos. Siempre intentábamos descubrir quién podría ser. Una vez estuvimos interrogando al pastelero del pueblo durante horas. El pobre hombre estaba cansado y  estresado por  todos los  pedidos que tenía, por lo tanto lo dejamos. Creo que se saturó...
 
Cuando terminé, me dirigí hacia la sala común, donde casi cada día observaba una cara nueva. La mayoría de las personas solían ser comerciantes o viajeros lejanos que solo se quedaban unas noches. No podía llegar a conocerlas bien ya que no me daba tiempo, pero me gustaba imaginarme cuáles eran sus vidas y cómo sería su día a día. Por ejemplo, acabo de ver una nueva cara. Se trata de un comerciante de botones que seguramente se dirige a una convención de costura. Me parece interesante ya que se ven pocos. Me lo imagino con un pequeño taller en el cual se encarga de poner todos los botones a  camisas y pantalones de vestir. Los tendría ordenados en una gran estantería. Algunos, por colores, y otros, en cambio, por forma y por tamaño… Reía ante las suposiciones que mi mente sacaba a partir de alguien nuevo en el hostal  y, debido a que las caras nuevas no tardaban en aparecer, mi imaginación volaba. Me dirigí a mi cuarto, que se encontraba en el último piso. Dejé la mochila en el  escritorio, tomé el libro que me estaba leyendo y, sentándome en el sillón junto a  la ventana, comencé de nuevo a leer.
 
Podía pasarme horas leyendo o, algunas veces, contemplando el paisaje que se observaba desde mi ventana y no me cansaba de ello. Me gustaba lo acogedor que era el hostal, me gustaba mi vida. Las personas nos tienen respeto y me saludan con una amplia sonrisa que yo correspondo agradecida. Catalina es el único huésped que lleva mucho tiempo y, la verdad, no quiero que se marche. Gracias a los  ingresos de su juventud puede alojarse junto con nosotras, hasta Dios sabe cuándo. Mis compañeros de instituto no entienden cómo me puede gustar todo esto. Para su desgracia no saben lo que se pierden. Yo no lo cambiaría  por nada; todo lo que me rodea es suficiente para mí.
 
Me puse en pie. Había terminado el libro, así que baje las escaleras y me dirigí a la biblioteca para depositarlo allí, por si algún cliente quería leerlo. Ya que estaba en la planta baja, me acerqué a ver cómo se encontraban de trabajo mi madre y Catalina. Si tenían mucho, las ayudaría en lo que pudiera. ¡Cómo no! Se encontraban en la cocina, pero, para mi sorpresa, estaban remendando las fundas de las almohadas. Pasé un rato entre ellas. No me quisieron dar nada y sentía que las entretenía, así que me dirigí de nuevo a la biblioteca para elegir un nuevo libro. No tardé mucho y volví a mi cuarto, ese espacio donde me podía relajar y donde no se escuchaban las risas ni las conversaciones de los huéspedes.
 
Me gustaría tener una  amiga aquí  con la que poder quedarme  hasta tarde hablando sobre cualquier tontería, o con la que ir al cine  o pasear en bicis por los campos de alrededor, pero no es posible. Las personas que se quedan no tardan en irse y yo, a veces me siento sola: una chica a punto de cumplir los quince tendría que salir, ir un fin de semana a la casa de una amiga, tener un poco de más vida social, divertirse... En mi caso no era así. Era reservada y no me gustaba llamar mucho la atención. Tenía compañeros en la escuela con los que me hablaba y salía algunas veces junto a ellos. Sin embargo, no contaba con esa mejor amiga que casi todos tienen. Si buscaba en el diccionario las palabras “indecisa” y “solitaria”, creo que encontraría mi fotografía en sus definiciones.
 
Estaba andando por el pasillo que quedaba antes de la siguiente planta, pero me di cuenta de que la puerta de la habitación cinco se encontraba entreabierta. La curiosidad me venció y entré a paso firme. Era la única habitación en la que no había estado nunca. Esta se componía de un ropero empotrado antiguo, un escritorio con una caja de madera sobre él y una butaca.
 
Dejé el libro encima del escritorio y abrí cuidadosamente la caja que, para mi sorpresa, estaba repleta de cartas. Agarré un sobre grande y rompí el envoltorio con cuidado, teniendo en cuenta de que no se rompiera mucho, para después volver a guardarlo. Contenía muchas fotografías y una carta. Puse la carta sobre mi regazo y comencé a ver las fotos. Casi todas eran de mi niñez. Salía trepando árboles, en el parque temático, con animales y con mi madre...  Me preguntaba por qué estarían ahí. Pasando varias fotos, me detuve en una. Salía mi madre y un hombre al cual no había visto antes, pero que me sonaba. Tenía los ojos oscuros, el pelo castaño y grandes facciones. Le di la vuelta y leí la dedicatoria: “27 de septiembre. Un día muy feliz junto a la persona especial” ¿Persona especial? ¿Qué persona era la que acompañaba a mi madre? Estuve dándole vueltas a la foto, pensando si había visto a esa persona antes, pero, de repente, las sospechas no tardaron en aflorar. ¿Sería esa persona mi padre? La verdad es que se parecía mucho a mí. Dejé amontonadas las fotos y comencé a hacer semicírculos en mis sienes. La idea de que ese hombre fuera mi padre no me agradaba, aunque tampoco me dolía. Decidí leer todas las cartas: todas se referían a mí.
 
Todas decían que, cada día que pasaba, se me veía más linda y estaba más risueña; que me parecía mucho, que quería que lo conociese. En ese momento, me di cuenta de que no me equivocaba: el hombre de la foto era mi padre, pero estaba claro que ese hombre no se interesó por mí. Sólo quedaba una carta por leer y no me detendría. Mi madre se pasó escribiéndole todos los días durante un año entero…
 
Respiré profundo, me acomodé en la butaca y comencé a leer la última de todas: “Esta será la última carta que te escriba. No te seguiré insistiendo más, pero es muy duro. Tu hija es muy parecida a ti, ya va a cumplir el año y no hace más que sonreír.  Tanto su  personalidad como sus rasgos físicos son los tuyos. Me es duro observarla y recordarte, aunque, si es tu decisión, ante ello no puedo objetar nada. Por otra parte, las cosas me van muy bien. Los primeros meses fueron duros, pero lo he superado. Gracias a la ayuda de Catalina (una mujer encantadora), he podido seguir con el hostal y yo todas las semanas sigo enviándole la misma rosa para que no se apague “su llama del amor y sentirse querida”, como así dice ella.
 
Me sorprendí ante el dato de que mi madre fuese el anónimo tan famoso y me pareció bonito el gesto. Una sonrisa apareció en mi rostro, miré de nuevo la hoja y seguí leyendo. “Cuando recibas esta carta, sé que estarás más allá del Atlántico. Me despido ya para siempre. Que todo te vaya bien.”. Cerré la carta. Tenía que asimilarlo todo. Primero, tenía un padre que no se interesó mucho por mí. Sin embargo, no me dolía, ya que nunca lo conocí ni le tomé cariño. Segundo, descubrí la persona anónima… y, lo más importante, todas las demás cartas tuvieron respuestas, pero, ¿por qué esta no? ¿Por qué mamá nunca la envió?
 
Las preguntas invadían mi cabeza y tenía que plantearme si decirle a mi madre que había descubierto el secreto que había permanecido guardado tantos años o callarme para siempre. Era complicado. Por una parte, quería correr hacia  mi madre y contarle todo, pero otra parte de mí no estaba segura de la reacción que podría causar. Decidí no dar más vueltas al tema. Así tendría que consultar mi decisión con la almohada y, nada más despertar, vería lo que haría ya que mañana no habría clases. Fui amontonando las cartas en la caja y, por último, puse el gran sobre. Cerré esta y tomé mi libro. Las  ganas de comenzar  un nuevo libro y sumergirme en otro mundo se habían desvanecido. Mis párpados me pesaban y tenía que pensar bien qué hacer, así que decidí ir a dormir. Directamente subí hasta el último piso, cerré la puerta de mi habitación y me metí en la cama a dormir. No me cambié de ropa ni tampoco bajé a cenar, puse todos mis pensamientos en orden y decidí descansar. Mañana sería un día algo insólito.
 
Desperté sobresaltada por la alarma de mi despertador. Se me había olvidado apagarlo la noche anterior y, gracias a ello, estaba ya despierta a las siete de la mañana como si fuera un día normal de clases. Me habría gustado haber dormido un poco más, pero entonces caí en que tenía cuentas pendientes. Decidí ducharme para borrar todo signo de cansancio de mi rostro. Salí muy relajada, me puse ropa cómoda y agarré mi cabello en una cola. Tenía pensado comentárselo a Catalina y que me diera su opinión. Ella siempre tenía una solución razonable para que no recurriera a una de mis locuras, pero, claro, no se lo contaría todo: no estropearía su sorpresa de todas las semanas. Bajé un poco apurada las escaleras. Deseaba que mi madre hubiera salido a algún lugar para así poder hablar tranquilamente con Catalina y parecía que hoy la suerte estaba de mi parte.
 
Mi madre había tenido que salir al pueblo cercano por unos recados, así que le llevaría un tiempo. Sin más dilación, busqué a Catalina y la encontré en el jardín trasero. La llamé por su nombre y creo que se asustó un poco.
 
-        ¡Me asustaste Sunni! –Sí, ella me llamaba Sunni desde que tenía uso de razón, ya que decía que mi sonrisa iluminaba algunos lugares.

-        Lo siento, es que te estaba buscando, pero no te encontraba. Tengo algo que contarte y necesito  tu opinión.

-        Pues cuéntame qué es eso que te tiene tan distraída como para no bajar a cenar. -Reí un poco y le conté todo menos lo de su sorpresa. En todo momento permaneció con un gesto neutro, reacio a provocar algún tipo de fascinación.
 
-        Y bien, ¿crees que tendría que comentárselo a mi madre?

-        La verdad, no lo creo… - me sorprendí ante su comentario

-        Pero... –Catalina no me dejó terminar

-        …es decir, tu madre,… Mírala. Irradia felicidad y está orgullosa de ti. Creo que, aunque se lo contaras, no se apenaría. Como bien dijo ella en sus cartas, no quería obligar a nadie. Pero tampoco creo que tu padre sea un mal hombre. Seguro que no estaba preparado para la responsabilidad de ser padre. Hay personas que no están hechas para eso y él tampoco ha influido nada en tu vida.  Creo que deberías dejar las cosas como están. Tu madre es  feliz y las cosas no os han ido mal.

-        Gracias, Catalina, llevas razón. Mamá ya lo ha superado y ahora sé que hubo un tiempo en que  fue feliz, pero… ¿por qué no enviaría esa última carta?

-        A eso sí te puedo responder con certeza ya que tu madre me lo contó. Ella  se escribió durante casi un año entero con tu padre, pero, al ver que no estaba preparado, decidió comenzar un nuevo capítulo en su vida. Una vida que concernía a ti y a este hostal. Dejó las cartas, pero no las tiró por los recuerdos que le traían. Y ahora tú las descubriste. Tu madre no te lo quiso contar por miedo a que te sintieras mal.

-        Al contrario, estoy bien. La verdad es que, al no conocerlo, no me siento triste ni malhumorada. Gracias, Catalina, por darme tu opinión.

Le dediqué una gran sonrisa que ella me devolvió con un abrazo. Respiré su aroma una vez más y me dirigí hacia dentro. Ahora, que sabía ya lo que ocurrió, decidí  también iniciar un nuevo capítulo en mi historia. Un capítulo que contendría este secreto ocurrido en otoño. No sé lo que mi futuro me deparará, aunque, por muchas cosas malas que puedan venir, siempre mantendré mi sonrisa en el rostro. Seguiré siendo la misma chica y seguiré mirando igual a mi madre. Respiro hondo y doy un paso a la que sé que será una nueva etapa en mi vida.

Gema Cantero Lerma

domingo, 9 de junio de 2013

UN DÍA DE INVIERNO

 
(De una novela inédita)
 
"Deja de malgastar tiempo", me decía a mi misma mientras caminaba por las nevadas calles de Londres. Era un día bastante frío, las calles estaban desiertas, lo que hacía que me irritara más de lo que ya estaba. El viento azotaba cada uno de los carteles que se encontraban pegado a los escaparates de las pequeñas tiendas haciendo que me estremeciera un poco.
 
Miré mi reloj y divisé que el anochecer pronto estaría al caer. Al fin, llegué a mi meta. Con cuidado, abrí la gran cancela chirriante que daba paso al interior. Aún recordaba donde se encontraba tras varios años en lo que estuve fuera de Londres.
 
Me arrodillé y coloqué la única rosa que pude conseguir. Con mi desnuda mano quité la nieve que se había acumulado en su nombre. El gran amor de mi vida aún permanecía allí.
 
Sara Figueras Peinado