
Los días iban
siendo más cortos y ya las noches refrescaban; el otoño se abría paso en mi
ciudad. Era una capital de provincia bañada por tejados rojizos y espadañas. Mi
conciencia daba comienzo entre fogones y coladas de sábanas blancas, ya que
vivía en un pequeño pero acogedor hostal, regentado por mi madre, situado en el
casco antiguo. Me gustaba cada rincón de él e imaginarme por qué la habitación
de la puerta número cinco siempre estaba cerrada. ¿Qué historia ocultaría?...
Lo descubrí con el paso del tiempo. Siempre en estas fechas, cuando llegaba del
instituto y abría las grandes puertas que cerraban el hostal, podía llegarme el
olor a pan recién hecho y también el de algunos dulces con los que mi madre
deleitaba a los huéspedes. Como siempre me dirigí hacia la cocina, donde sé que
se encontrarían entre risas mi madre y Catalina. A mi madre la recuerdo con una
sonrisa, siempre ocupada en sus quehaceres. La vida no le regaló nada y tuvo
que forjársela ella misma. Era de estatura mediana, con una cabellera castaña
ondulada y poseedora de unos grandes ojos verdes muy abiertos que siempre
parecían cansados. Y ahora que me paraba más en los ojos de mi madre, no sé a
quién habré salido ya que mis ojos son oscuros. Ella ha sido y es mi ejemplo a
seguir. Solía decir una frase: “Más vale que sobre a que falte”.
Ya presente en la cocina, le di
dos besos a mi madre y luego a Catalina. Aunque Catalina no pertenecía a mi familia, la considero como la abuela que
nunca tuve. Es una de las mujeres más inteligentes, soñadoras y enamoradizas
que he conocido; su vida ha estado llena de momentos y anécdotas perfectas para
contar. Fue actriz y eso le facilitó el poder viajar por casi todo este mundo.
A lo largo de su carrera se ganó el cariño de todos y me encanta que cada día
nos cuente una de sus historias. Ya allí, las tres sentadas en la las sillas de
la mesa de roble, mi madre me sirvió un té acompañado de magdalenas, mientras
que ella seguía cocinando en los fogones. Catalina me comentaba cómo había sido
su día y también el recibimiento de aquella rosa que un anónimo le enviaba
todas las semanas, acompañada de una nota con poemas famosos. Siempre
intentábamos descubrir quién podría ser. Una vez estuvimos interrogando al pastelero
del pueblo durante horas. El pobre hombre estaba cansado y estresado por
todos los pedidos que tenía, por
lo tanto lo dejamos. Creo que se saturó...
Cuando terminé, me dirigí hacia
la sala común, donde casi cada día observaba una cara nueva. La mayoría de las
personas solían ser comerciantes o viajeros lejanos que solo se quedaban unas
noches. No podía llegar a conocerlas bien ya que no me daba tiempo, pero me
gustaba imaginarme cuáles eran sus vidas y cómo sería su día a día. Por ejemplo,
acabo de ver una nueva cara. Se trata de un comerciante de botones que
seguramente se dirige a una convención de costura. Me parece interesante ya que
se ven pocos. Me lo imagino con un pequeño taller en el cual se encarga de
poner todos los botones a camisas y
pantalones de vestir. Los tendría ordenados en una gran estantería. Algunos,
por colores, y otros, en cambio, por forma y por tamaño… Reía ante las
suposiciones que mi mente sacaba a partir de alguien nuevo en el hostal y, debido a que las caras nuevas no tardaban
en aparecer, mi imaginación volaba. Me dirigí a mi cuarto, que se encontraba en
el último piso. Dejé la mochila en el
escritorio, tomé el libro que me estaba leyendo y, sentándome en el
sillón junto a la ventana, comencé de
nuevo a leer.
Podía pasarme horas leyendo o,
algunas veces, contemplando el paisaje que se observaba desde mi ventana y no
me cansaba de ello. Me gustaba lo acogedor que era el hostal, me gustaba mi
vida. Las personas nos tienen respeto y me saludan con una amplia sonrisa que
yo correspondo agradecida. Catalina es el único huésped que lleva mucho tiempo y,
la verdad, no quiero que se marche. Gracias a los ingresos de su juventud puede alojarse junto
con nosotras, hasta Dios sabe cuándo. Mis compañeros de instituto no entienden
cómo me puede gustar todo esto. Para su desgracia no saben lo que se pierden.
Yo no lo cambiaría por nada; todo lo que
me rodea es suficiente para mí.
Me puse en pie. Había terminado
el libro, así que baje las escaleras y me dirigí a la biblioteca para depositarlo
allí, por si algún cliente quería leerlo. Ya que estaba en la planta baja, me
acerqué a ver cómo se encontraban de trabajo mi madre y Catalina. Si tenían
mucho, las ayudaría en lo que pudiera. ¡Cómo no! Se encontraban en la cocina,
pero, para mi sorpresa, estaban remendando las fundas de las almohadas. Pasé un
rato entre ellas. No me quisieron dar nada y sentía que las entretenía, así que
me dirigí de nuevo a la biblioteca para elegir un nuevo libro. No tardé mucho y
volví a mi cuarto, ese espacio donde me podía relajar y donde no se escuchaban
las risas ni las conversaciones de los huéspedes.
Me gustaría tener una amiga aquí
con la que poder quedarme hasta
tarde hablando sobre cualquier tontería, o con la que ir al cine o pasear en bicis por los campos de
alrededor, pero no es posible. Las personas que se quedan no tardan en irse y
yo, a veces me siento sola: una chica a punto de cumplir los quince tendría que
salir, ir un fin de semana a la casa de una amiga, tener un poco de más vida
social, divertirse... En mi caso no era así. Era reservada y no me gustaba
llamar mucho la atención. Tenía compañeros en la escuela con los que me hablaba
y salía algunas veces junto a ellos. Sin embargo, no contaba con esa mejor
amiga que casi todos tienen. Si buscaba en el diccionario las palabras “indecisa”
y “solitaria”, creo que encontraría mi fotografía en sus definiciones.
Estaba andando por el pasillo que
quedaba antes de la siguiente planta, pero me di cuenta de que la puerta de la
habitación cinco se encontraba entreabierta. La curiosidad me venció y entré a
paso firme. Era la única habitación en la que no había estado nunca. Esta se
componía de un ropero empotrado antiguo, un escritorio con una caja de madera
sobre él y una butaca.
Dejé el libro encima del escritorio
y abrí cuidadosamente la caja que, para mi sorpresa, estaba repleta de cartas.
Agarré un sobre grande y rompí el envoltorio con cuidado, teniendo en cuenta de
que no se rompiera mucho, para después volver a guardarlo. Contenía muchas
fotografías y una carta. Puse la carta sobre mi regazo y comencé a ver las fotos.
Casi todas eran de mi niñez. Salía trepando árboles, en el parque temático, con
animales y con mi madre... Me preguntaba
por qué estarían ahí. Pasando varias fotos, me detuve en una. Salía mi madre y
un hombre al cual no había visto antes, pero que me sonaba. Tenía los ojos
oscuros, el pelo castaño y grandes facciones. Le di la vuelta y leí la
dedicatoria: “27 de septiembre. Un día muy feliz junto a la persona
especial” ¿Persona especial? ¿Qué persona era la que acompañaba a mi madre?
Estuve dándole vueltas a la foto, pensando si había visto a esa persona antes, pero,
de repente, las sospechas no tardaron en aflorar. ¿Sería esa persona mi padre?
La verdad es que se parecía mucho a mí. Dejé amontonadas las fotos y comencé a
hacer semicírculos en mis sienes. La idea de que ese hombre fuera mi padre no
me agradaba, aunque tampoco me dolía. Decidí leer todas las cartas: todas se
referían a mí.
Todas decían que, cada día que
pasaba, se me veía más linda y estaba más risueña; que me parecía mucho, que
quería que lo conociese. En ese momento, me di cuenta de que no me equivocaba: el
hombre de la foto era mi padre, pero estaba claro que ese hombre no se interesó
por mí. Sólo quedaba una carta por leer y no me detendría. Mi madre se pasó
escribiéndole todos los días durante un año entero…
Respiré profundo, me acomodé en
la butaca y comencé a leer la última de todas: “Esta será la última carta que
te escriba. No te seguiré insistiendo más, pero es muy duro. Tu hija es muy
parecida a ti, ya va a cumplir el año y no hace más que sonreír. Tanto su
personalidad como sus rasgos físicos son los tuyos. Me es duro
observarla y recordarte, aunque, si es tu decisión, ante ello no puedo objetar
nada. Por otra parte, las cosas me van muy bien. Los primeros meses fueron
duros, pero lo he superado. Gracias a la ayuda de Catalina (una mujer
encantadora), he podido seguir con el hostal y yo todas las semanas sigo
enviándole la misma rosa para que no se apague “su llama del amor y sentirse
querida”, como así dice ella.
Me sorprendí ante el dato de que
mi madre fuese el anónimo tan famoso y me pareció bonito el gesto. Una sonrisa
apareció en mi rostro, miré de nuevo la hoja y seguí leyendo. “Cuando recibas
esta carta, sé que estarás más allá del Atlántico. Me despido ya para siempre.
Que todo te vaya bien.”. Cerré la carta. Tenía que asimilarlo todo. Primero,
tenía un padre que no se interesó mucho por mí. Sin embargo, no me dolía, ya
que nunca lo conocí ni le tomé cariño. Segundo, descubrí la persona anónima… y,
lo más importante, todas las demás cartas tuvieron respuestas, pero, ¿por qué
esta no? ¿Por qué mamá nunca la envió?
Las preguntas invadían mi cabeza
y tenía que plantearme si decirle a mi madre que había descubierto el secreto
que había permanecido guardado tantos años o callarme para siempre. Era
complicado. Por una parte, quería correr hacia
mi madre y contarle todo, pero otra parte de mí no estaba segura de la
reacción que podría causar. Decidí no dar más vueltas al tema. Así tendría que
consultar mi decisión con la almohada y, nada más despertar, vería lo que haría
ya que mañana no habría clases. Fui amontonando las cartas en la caja y, por
último, puse el gran sobre. Cerré esta y tomé mi libro. Las ganas de comenzar un nuevo libro y sumergirme en otro mundo se
habían desvanecido. Mis párpados me pesaban y tenía que pensar bien qué hacer,
así que decidí ir a dormir. Directamente subí hasta el último piso, cerré la
puerta de mi habitación y me metí en la cama a dormir. No me cambié de ropa ni
tampoco bajé a cenar, puse todos mis pensamientos en orden y decidí descansar.
Mañana sería un día algo insólito.
Desperté sobresaltada por la
alarma de mi despertador. Se me había olvidado apagarlo la noche anterior y,
gracias a ello, estaba ya despierta a las siete de la mañana como si fuera un
día normal de clases. Me habría gustado haber dormido un poco más, pero
entonces caí en que tenía cuentas pendientes. Decidí ducharme para borrar todo
signo de cansancio de mi rostro. Salí muy relajada, me puse ropa cómoda y
agarré mi cabello en una cola. Tenía pensado comentárselo a Catalina y que me
diera su opinión. Ella siempre tenía una solución razonable para que no
recurriera a una de mis locuras, pero, claro, no se lo contaría todo: no
estropearía su sorpresa de todas las semanas. Bajé un poco apurada las
escaleras. Deseaba que mi madre hubiera salido a algún lugar para así poder
hablar tranquilamente con Catalina y parecía que hoy la suerte estaba de mi
parte.
Mi madre había tenido que salir
al pueblo cercano por unos recados, así que le llevaría un tiempo. Sin más
dilación, busqué a Catalina y la encontré en el jardín trasero. La llamé por su
nombre y creo que se asustó un poco.
-
¡Me asustaste Sunni! –Sí, ella me llamaba Sunni
desde que tenía uso de razón, ya que decía que mi sonrisa iluminaba algunos
lugares.
-
Lo siento, es que te estaba buscando, pero no te
encontraba. Tengo algo que contarte y necesito
tu opinión.
-
Pues cuéntame qué es eso que te tiene tan distraída
como para no bajar a cenar. -Reí un poco y le conté todo menos
lo de su sorpresa. En todo momento permaneció con un gesto neutro, reacio a
provocar algún tipo de fascinación.
-
Y bien, ¿crees que tendría que comentárselo a mi
madre?
-
La verdad, no lo creo… - me sorprendí ante su
comentario
-
Pero... –Catalina no me dejó terminar
-
…es decir, tu madre,… Mírala. Irradia felicidad
y está orgullosa de ti. Creo que, aunque se lo contaras, no se apenaría. Como
bien dijo ella en sus cartas, no quería obligar a nadie. Pero tampoco creo que
tu padre sea un mal hombre. Seguro que no estaba preparado para la
responsabilidad de ser padre. Hay personas que no están hechas para eso y él
tampoco ha influido nada en tu vida. Creo
que deberías dejar las cosas como están. Tu madre es feliz y las cosas no os han ido mal.
-
Gracias, Catalina, llevas razón. Mamá ya lo ha
superado y ahora sé que hubo un tiempo en que
fue feliz, pero… ¿por qué no enviaría esa última carta?
-
A eso sí te puedo responder con certeza ya que
tu madre me lo contó. Ella se escribió
durante casi un año entero con tu padre, pero, al ver que no estaba preparado, decidió
comenzar un nuevo capítulo en su vida. Una vida que concernía a ti y a este
hostal. Dejó las cartas, pero no las tiró por los recuerdos que le traían. Y
ahora tú las descubriste. Tu madre no te lo quiso contar por miedo a que te
sintieras mal.
-
Al contrario, estoy bien. La verdad es que, al
no conocerlo, no me siento triste ni malhumorada. Gracias, Catalina, por darme
tu opinión.
Le dediqué una gran sonrisa que
ella me devolvió con un abrazo. Respiré su aroma una vez más y me dirigí hacia
dentro. Ahora, que sabía ya lo que ocurrió, decidí también iniciar un nuevo capítulo en mi
historia. Un capítulo que contendría este secreto ocurrido en otoño. No sé lo
que mi futuro me deparará, aunque, por muchas cosas malas que puedan venir,
siempre mantendré mi sonrisa en el rostro. Seguiré siendo la misma chica y
seguiré mirando igual a mi madre. Respiro hondo y doy un paso a la que sé que
será una nueva etapa en mi vida.
Gema Cantero Lerma