Que la noche, niño indefenso,
rasgue los silbidos nocturnos,
y se apiade de ti el silencio,
y tu cabeza llore, en humo denso.
Hastío ha de tener
quien, endiablado, el corazón padezca.
Azules ojos de Dios
que en
La Luna naveguen al volver.
Revuelto en nieve,
espesas lágrimas de la señora
que Luna tiene por nombre,
y que nunca de ella despeguen.
No le llores a tu madre, invisible.
Ni al prójimo salvador.
Aunque halles sólo una,
niño huraño sin razón.
Camina a las entrañas de
la Señora, despeja tu mente de negras horas,
sabiendo siempre de tu perdido amor.
Ni el enjuto corazón que tienes
sea acobardado por nubes.
Ni el deleznable silencio
acuda a tus humildes bienes.
Recoge tu orgullo del suelo
y camina.
Amánsalo de la ira,
que ya sabes, niño,
Muéstrate incólume,
sin pequeños recovecos de amor.
Camina hacia la yerma ciudad,
sin pesar e impedimento.
No le llores a tu madre, invisible.
Ni al prójimo salvador.
Aunque halles sólo una,
niño, llórale a la Luna.
Manuel Lamprea Ramírez